LA CENA

El olor del asado invade la casa. En el salón doy media vuelta a las botellas de champagne en el hielo picado y reviso los cuencos con uvas así como los licores, bombones, pastas, mantecados y golosinas cuidadosamente dispuestos en bandejas de plata en el aparador. Abro la puerta corredera que da al comedor y observo complacida que la mesa dispuesta para siete personas está impecable. La vajilla de santa clara, la cristalería de bohemia y la cubertería de plata chapada en oro que he recogido esta mañana de la caja fuerte del banco resplandecen sobre el mantel de lino adornado con velas y flores secas perfumadas.

En el reloj de pared dan las ocho mientras subo la escalera y me dirijo al vestidor para revisar mi aspecto en el gran espejo central. Decididamente ha sido un acierto el vestido negro de escote profundo que entalla mi cuerpo como una segunda piel. El cabello recogido y las sandalias de tacón alto estilizan mi figura. Como único adorno me he decidido por un discreto aderezo de diamantes y unas gotas de mi perfume favorito. Un ligero retoque en los labios y bajo a la biblioteca para esperar a los invitados mientras selecciono abstraída la música que acompañará la velada. El cuadro de aquel “nosotros” que preside la chimenea me transporta a tiempos pasados.

El sonido del timbre me enfrenta al presente y me dirijo a recibir a los invitados con el brillo rojizo del fuego y los recuerdos felices en la mirada.

Ahí están tu ostentoso padre, tu opulenta y puritana madre y tu hermana en edad casadera añeja acompañada del calvo aspirante de turno; tu amigo de toda la vida junto a su nueva mujercita recién adquirida y seguro que más cara que la anterior, completan la comparsa. Ya sólo faltas tú y yo te disculpo con un compromiso de última hora a la vez que ofrezco unas copas y unos tentempiés. Todos fingen creer la mentira y aceptan encantados el aperitivo.

Tú llegas con las nueve campanadas, la mirada turbia y olor a perfume barato, rozas mi mejilla, besas efusivamente a tu madre y a tu hermana, palmeas a tu padre y a tu amigo mientras calibras el escote de su “novedad”; al calvo le estrechas la mano y desapareces por la puerta pidiendo un minuto para estar listo.

Pasan quince, pero regresas lleno de vitalidad, vestido de etiqueta, bien peinado y afeitado y tu aroma anula al del asado. Seguimos hablando de trivialidades y sugieres pasar al comedor, con el asentimiento de todos. Yo me disculpo alegando tener que ultimar algunos detalles; todos lo comprenden y me esperáis en el recibidor.

Subo la escalera dejando los zapatos, el vestido y las horquillas esparcidos en el camino, llego al dormitorio, me enfundo mis viejos vaqueros, un jersey descolorido, unas botas forradas, me lavo la cara y vuelvo a bajar en menos diez minutos.

Un silencio y siete pares de ojos muy abiertos acompañan mi regreso. Les sonrío y me dirijo al ropero del que saco un abrigo que conoció mejores tiempos y aquella maleta con ruedas, rancio regalo de aniversario, sacudo las gafas de tu padre y los ojos del calvo de mi trasero y lanzo un beso al aire con la punta de mis dedos. ¡Feliz año nuevo!

Relato ganador del Concurso de Relatos Navideños que organiza Diario IDEAL


NORTE

Sentada en la arena,
el rumor de las olas
me invita a recordar
y, tranquila,
giro las agujas
del reloj de mi memoria:

Hacia atrás,
hacia delante,
y otra vez hacia atrás…
Y no consigo
encontrar el momento
en que perdí el rumbo de mi vida.

¡Oh, Dios!

¡Ayúdame
a encontrar el Norte,
porque estoy perdida!



LA DIOSA

Arriba,
en la torre más alta de un sueño.
Inalterable al azote del tiempo.

Pugnando por bajar,
mientras ondea como un estandarte perfecto,
envuelta en mil hilos de oro y cristal.

¡Inmarcesible!
¡Que ni el viento la toque!

Peregrino,
no la mires,
no la roces.
Morirás en el intento.

Que la diosa solo baja
en las noches a su dueño,
escondida en un deseo.



TEMPESTAD

Tempestad.
Un mar que ruge
embravecido,
luchando por llegar,
por acariciar
a la arena que le espera
dulce y suave,
para calmar su ansiedad.
Para apaciguar su furia.

Y las olas vuelven,
dóciles y sumisas
tras ese contacto,
a su lugar,
a su lucha particular.

Tempestad.
Quién pudiera quedarse,
para siempre,
a gozar de la suavidad.


No más furia.
No más vientos.
Sólo dulzura y paz.



AQUÍ Y ALLÁ

Mi cuerpo aquí,
mi alma allá.

Mi cuerpo…
sonríe, saluda,
trabaja, descansa,
vive, habla,
escucha y calla.

Mi alma…
te sigue, te busca,
te sueña, te piensa,
te extraña,
te llora y te besa.

Y este pobre corazón
no encuentra su lugar.
Ahora aquí, ahora allá.
Ya viene, ya va.

¿Qué maleficio,
qué conjuro me has hecho,
que no consigo aunar
Alma, corazón y cuerpo?